En un mismo trekking hay paisajes muy diferentes. Entre Thuman y Timure nos movimos entre laderas sembradas de cereal mientras bajábamos hasta el río Bhote Koshi Nadi. Timure está muy cerca de la frontera con Tibet, pero toda esta zona que está a ambos lados del río es tierra y piedras; mucho más después del terremoto. Sin embargo, en cuanto volvimos a coger un poco más de altura, camino de Briddhim y Kangjim, hay unos preciosos bosques en los que abundan los rododendros de gran tamaño en estas latitudes. El rhododendrum arboreum es un arbusto que puede alcanzar 18 metros y que da la flor nacional del Nepal, que va desde el rojo-granate al blanco, lali gurans en nepalés, florecen en marzo-abril.





Otro de los atractivos de los caminos son las estructuras religiosas: chörten (construcción budista tibetana en forma cónica o cúbica), maani (muros de piedra en los que se depositan pizarras o piedras talladas con el canto u oración budista  tibetana –mantra  que reza om mani padme hum, que significa “salve a la joya del loto”, o lo que es lo mismo, “salve a la máxima divinidad”); estructuras ambas que hay que sobrepasar por la izquierda, según la tradición budista. Muchas veces los chorten están en lo alto del camino, cuando cambia la vertiente, con estandartes y banderas de oración. Son el sitio perfecto para descansar y echar fotos.



Camino de Briddhim atravesamos también zonas de caña de azúcar, que nos ofrecieron como tentempié en una de las paradas. Cortaron una en trozos utilizando un cuchillo arqueado o khukuri, originariamente propio de los Ghurkas, pero que se usa en todo Nepal. Los Ghurkas fueron soldados  del ejército de “su graciosa majestad”, la Reina de Inglaterra. Estos soldados, de raza gurung, llevaban en su uniforme el tradicional  khukuride sus tierras y que les servía para degollar a sus víctimas. A Alejandro le faltó tiempo para negociar con la dueña del khukuri y comprarlo a un precio conveniente para ambos. Si la montaña se conserva, es gracias a los montañeses, una especie en peligro de extinción, aquí y en cualquier otra montaña. Por eso, el principal objetivo de este proyecto han sido los montañeses.

Este tipo de interacciones, hablar con la gente, preguntar sobre todo lo que encontramos, disfrutar de los bosques, los ríos, los valles, y admirarnos con las cosas más simples: una ventana, el ruido del agua, las flores, cómo baña una madre a su bebé…es lo que te llevas en el corazón y siempre recuerdas. Que no se trata ni de lo alto que se llega, ni de lo difícil que pueda ser, sino de lo que llegas a sentir y disfrutar.

Esta magia y encanto que nos embargaba se alteró cuando nos acercamos a la frontera con Tibet (que no China), al ver «el sello» de los chinos que, está claro, no entienden de montañas ni de montañeses.




Como algunos lectores del blog me han dicho que recupere alguna entrada más de las que escribía el Dr. Morandeira cuando veníamos de expedición, transcribo la del viernes 22 de abril de 2011 que va en la línea de lo que hemos tratado hoy:

 
MONTAÑAS, MONTAÑEROS (O LO QUE SEA) Y MONTAÑESES                       
 
                  La verdad es que, después de toda una vida subiendo montañas, asumo todos los motivos posible que puedan alegarse para hacerlo: desde el famoso «porque están ahí» de Mallory, hasta los que alegan que lo hacen “porque está de moda y es guay”, pasando por filósofos , chamanes de la estética, gurús de la naturaleza, y adoradores de body y musculito varios. Incluidos los catadores de horizontes y los degustadores de chuletas.
                  En realidad, tengo muy claro que cada uno es muy dueño de echarse al monte cuando quiera y disfrutar de él como le plazca, siempre que respete el medio y no importune a los demás, ni les haga cargar con las consecuencias y efectos colaterales de sus actuaciones, aunque sean indeseados por desconocimiento e ignorancia. A los únicos que no trago es a los intransigentes, los divinos y los dogmáticos.
                  Personalmente, empecé a subir montañas por una simple cuestión familiar: la familia de mi madre, de Fuendejalón y del Campo de Borja, solía subir todos los años a Moncayo en razón de una vieja tradición de razones socioculturales, religiosas, deportivas, gastronómicas y un largo etcétera, que llenaba el asunto de matices y motivaciones. Así que a los 7 años, subí por primera vez a Moncayo que de ese modo se convirtió para mí en la madre de todas las montañas. A la que he subido más de cien veces y sigo subiendo un par de ellas al año, mientras me embargan un millón de recuerdos y emociones. Soy, lo digo y lo mantengo, un montañero moncaíno al que aquella primera ascensión le gustó tanto que, desde entonces, no ha parado de recorrer las montañas de todo el mundo. Pero insisto en que mi primer contacto con la montaña fue algo completamente natural, impregnado de las costumbres de la familia y en una montaña humanizada. No es de extrañar, por tanto, que lo primero que me enseñaran, fuese que lo más importante que hay en la montaña son sus habitantes; o sea, los montañeses, sin cuyo legado la montaña no significaría nada.
                  Ese humanismo esencial con el que hice mis primeras aproximaciones a la montaña, se vería luego reforzado por mi padre, un santiagués cuyo galleguismo irreductible le haría un día decirme al pie del Castillo de Trasmoz, a propósito de sus brujas, que a él con eso le pasaba como con las meigas de su tierra, que no creía en ellas, pero que “haberlas hailas”. Y además, estaba claro que “cada uno es él mismo y quienes lo habitan”. Y vaya usted a saber quiénes habitaban a esas gentes que vivían o se aventuraban por “d´as corredoiras d´as montañas”.
                  Andando el tiempo, y también por tradición familiar, me hice médico y eso terminó de marcarme del todo. Porque de nuevo, según mi padre, la misión de todo buen médico era seguir el ejemplo de Jesucristo y “pasar por el mundo haciendo el bien y curando enfermos”. Y como el enfermo es un ser humano, había que ser humanista para comprenderlo en sus fenómenos anímicos más íntimos. Así que yo, que aunando mis dos grandes aficiones, la medicina y la montaña, veía seres humanos enfermos por esas montañas del mundo, empecé a interesarme por ellos. Por cómo pensaban, en qué creían, que respetaban, qué esperaban de la vida, etcétera, etcétera. Y así me hice una idea de la complejidad humana del arraigo a «su casa», sus tradiciones, y sus tierras, algo totalmente connatural a ese ser humano al que llaman «montañés» y que tantas similitudes guarda, independientemente de su religión, su lengua, su raza, o el lugar del mundo donde habita.

                  Hoy, sigo yendo a las montañas como siempre, más que con el reto de subirlas con el ánimo de admirarlas paseándome por ellas. A veces, me siento junto a un camino y veo pasar por ellas las hordas de sus nuevos visitantes, ansiosos de riesgo y aventura, de gloriosas conquistas, de retos estúpidos que, si alcanzan, entienden como honor y gloria. Y lo hacen a toda prisa, sin enterarse de por donde pasan, sin disfrutar de la belleza del paisaje, sin hablar con los montañeses ni conocer su historia. Y la verdad es que, cómo he dicho al principio, a estas alturas asumo todas las motivaciones para subir montañas; pero qué quieren que les diga: la mayoría de quienes lo hacen, me dan pena.